A partir de hoy, lo que he guardado
largo tiempo en mi escritorio (incluido el de mi ordenador) será de dominio
público Dejará de pertenecerme en exclusiva y pasará a formar parte de la
experiencia de otras personas: de las que lean, espero que con agrado, mi
novela El mar de Salomón, cuya
publicación corre a cargo de Muñoz Moya Editores.
Ahora que El mar de Salomón está en las librerías ya no será nunca más mi
locus solus, mi espacio personal privado
y vedado por completo al mundo. La muralla de silencio que lo fortificaba ha
sido derribada y cualquiera que lo desee puede entrar en el claustro de mis
adentros.
Publicar El mar de Salomón es para mí un momento de dicha, por supuesto. Mi
editor, Juan Ignacio Jiménez-Velasco, sabe de mi alegría y gratitud, pero tal
vez ignore que también se trata de un momento agridulce. Los escritores (y las
escritoras) somos seres inseguros, necesitados de la atención ajena y a quienes
la mera compañía de las musas no parece bastarnos. Nos hace falta que alguien
ahí afuera se complazca en la ficción que hemos construido y que se deje
atrapar en la red de nuestras elaboradas mentiras. Pero como escribir, o mejor
dicho, publicar, es también desnudarse, abrirse y entregar la intimidad, El mar de Salomón será en manos ajenas
-las de los lectores- un trocito expropiado de mi ser. No es una simple cuestión de pudor (qué opinarán, qué
dirán de mi trabajo) sino también de posesión. La morada interior e
inexpugnable que era mi novela pronto acogerá huéspedes y gentes desconocidas la habitarán durante las horas o los días que les lleve su lectura.
Los lectores son visitantes de mundos secretos que en apenas unos ratos se apropian despreocupadamente de lo que al escritor le ha costado años construir. Este hace de sus ensoñaciones su obra, su jardín privado. Cultiva en él con paciencia sus fantasías, injerta con mimo unas ideas en otras y poda sus excesos. Transpira allí lo que las musas les inspiran y es celoso del fruto de sus árboles. Como el Gigante Egoísta de Oscar Wilde que no quería que los niños se adentrasen en su propiedad, el escritor es a priori reticente a compartir la suya, pero termina por aflojar su resistencia porque al igual que ese gigantón solitario y huraño, también él necesita de la presencia de los demás para que su huerto reverdezca. Compartir la fruta hace que esta no se pudra en la rama. Quedan invitados. Pasen y coman cuanto quieran.
Los lectores son visitantes de mundos secretos que en apenas unos ratos se apropian despreocupadamente de lo que al escritor le ha costado años construir. Este hace de sus ensoñaciones su obra, su jardín privado. Cultiva en él con paciencia sus fantasías, injerta con mimo unas ideas en otras y poda sus excesos. Transpira allí lo que las musas les inspiran y es celoso del fruto de sus árboles. Como el Gigante Egoísta de Oscar Wilde que no quería que los niños se adentrasen en su propiedad, el escritor es a priori reticente a compartir la suya, pero termina por aflojar su resistencia porque al igual que ese gigantón solitario y huraño, también él necesita de la presencia de los demás para que su huerto reverdezca. Compartir la fruta hace que esta no se pudra en la rama. Quedan invitados. Pasen y coman cuanto quieran.
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