El mar de Salomón

El mar de Salomón
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lunes, 20 de julio de 2015

“Salir del escritorio”



A partir de hoy, lo que he guardado largo tiempo en mi escritorio (incluido el de mi ordenador) será de dominio público  Dejará de pertenecerme en exclusiva y pasará a formar parte de la experiencia de otras personas: de las que lean, espero que con agrado, mi novela El mar de Salomón, cuya publicación corre a cargo de Muñoz Moya Editores.

Ahora que El mar de Salomón está en las librerías ya no será nunca más mi locus solus, mi espacio personal privado y vedado por completo al mundo. La muralla de silencio que lo fortificaba ha sido derribada y cualquiera que lo desee puede entrar en el claustro de mis adentros.

Publicar El mar de Salomón es para mí un momento de dicha, por supuesto. Mi editor, Juan Ignacio Jiménez-Velasco, sabe de mi alegría y gratitud, pero tal vez ignore que también se trata de un momento agridulce. Los escritores (y las escritoras) somos seres inseguros, necesitados de la atención ajena y a quienes la mera compañía de las musas no parece bastarnos. Nos hace falta que alguien ahí afuera se complazca en la ficción que hemos construido y que se deje atrapar en la red de nuestras elaboradas mentiras. Pero como escribir, o mejor dicho, publicar, es también desnudarse, abrirse y entregar la intimidad, El mar de Salomón será en manos ajenas -las de los lectores- un trocito expropiado de mi ser. No es una  simple cuestión de pudor (qué opinarán, qué dirán de mi trabajo) sino también de posesión. La morada interior e inexpugnable que era mi novela pronto acogerá huéspedes y gentes desconocidas la habitarán durante las horas o los días que les lleve su lectura.

      Los lectores son visitantes de mundos secretos que en apenas unos ratos se apropian despreocupadamente de lo que al escritor le ha costado años construir. Este hace de sus ensoñaciones su obra, su jardín privado. Cultiva en él con paciencia sus fantasías, injerta con mimo unas ideas en otras y poda sus excesos. Transpira allí lo que las musas les inspiran y es celoso del fruto de sus árboles. Como el Gigante Egoísta de Oscar Wilde que no quería que los niños se adentrasen en su propiedad, el escritor es a priori reticente a compartir  la suya,  pero termina por aflojar su resistencia porque al igual que ese gigantón solitario y huraño, también él necesita de la presencia de los demás para que su huerto reverdezca. Compartir la fruta hace que esta no se pudra en la rama. Quedan invitados. Pasen y coman cuanto quieran.

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